A mediados del siglo XVII, el gran poeta Matsuo Basho peregrinaba por los más recónditos caminos
del Japón, en unos viajes poéticos y espirituales que le inspiraron algunos de
los más bellos haikus que jamás se hayan escrito. Seguramente cruzara sus pasos
con unos singulares monjes errantes que, como él, vagaban de aldea en aldea,
consagrando sus días a la meditación, al amparo de su única práctica
contemplativa; una meditación basada simplemente en soplar a través de un
instrumento musical: el shakuhachi. El sonido que de él fluía no era
considerado música propiamente dicha, sino la pura y sencilla expresión de su
ser más profundo.
Provenientes del budismo zen, ataviados con el hábito del
monje y portando un gran cesto de paja en la cabeza que cubría totalmente sus
rostros en señal de renuncia al ego, deambulaban lentamente emitiendo extraños
y profundos sonidos con una gruesa caña de bambú. Eran los Komuso, monjes de la nada y del vacío.
El shakuhachi, con el que estos monjes practicaban el sui-zen - el zen del soplo y del aliento
– es un instrumento muy sencillo. Una simple caña de bambú, con cinco agujeros
y un preciso corte en bisel como embocadura.
La herencia musical de los Komuso fue recopilada y agrupada en forma de treinta y seis piezas
por un monje anónimo del siglo XVIII. Había nacido el koten honkyoku, o música primigenia, que ha llegado hasta nuestros
días en su total pureza. Para muchos auténtico patrimonio de la humanidad. No
en vano, una de estas piezas fue elegida por la NASA para ser enviada junto a otras obras
musicales universales en su famoso proyecto de la sonda Voyager.
Cada pieza del honkyoku
nace, como un buen haiku, de un estado de silencio interior, de una inocencia y
una percepción consciente. Los títulos de sus profundas piezas musicales
manifiestan el vínculo con la naturaleza, tan propio de los haikus: matsukaze (viento en los pinos), shingetsu (corazón de la luna) ó sagariha (hojas de otoño).
El intérprete de una pieza del honkyoku debe desaparecer para ser sólo el canal por el que fluya
el verdadero espíritu de la pieza que interpreta, sin obstruir el sonido
profundo y orgánico del shakuhachi. Debe tener acceso a ese estado que le
permita, como diría el maestro Horacio Curti, “ejecutar cada sonido como si no
hubiera habido ninguno antes y no fuese a haber ninguno después”. Quizás de
esta forma el oyente será mágicamente transportado por esa voz misteriosa, pero
extrañamente familiar, a la serena presencia de su verdadera naturaleza, transitando
así el camino iniciado por el gran Basho, como el título de su diario de viajes
más reconocido, por la “senda hacia tierras hondas”.
Antonio Ríos.
fuyugomori shakuhachi no ne wo saguriori
retiro invernal,
buscando un sonido
en el shakuhachi
Vídeo HAIKU Y SHAKUHACHI. Concierto de clausura del I Congreso
Internacional de Mindfulness, junio 2014, Zaragoza, en
el que leímos unos cuantos haikus del libro "PUENTE DE PIEDRA. Haiku en
Ehime (Japón) y Aragón (España)":
Estupenda entrada amigo mío. Ser solo viento. Puede asistir una vez a una clase de shakuhachi en Nagasaki, en la casa de un reputado maestro que tenía solo un puñado de alumnos casi tan veteranos como él. Si alguna vez he escuchado de verdad el viento, el sereno viento del ser y su quietud, fue esa.
ResponderEliminarEl viento sopla donde quiere, oyes su sonido, más ni sabes de dónde viene ni a dónde va; así es todo aquel que nació del espíritu.
Un abrazo grande
Gracias por compartir tu vivencia, Félix.
ResponderEliminarOtro abrazo grande para ti.