“El objetivo de la vida es descubrir nuestra naturaleza espiritual, y para ello uno tiene que practicar, recoger los frutos del camino, porque de otro modo uno no tiene nada que ofrecer a los demás.
La vida mundana supone una escapada para mi mente. Cuando tengas un problema, siempre puedes conectar el televisor, llamar a una amiga o ir a tomar un café. En cambio, en una cueva, no puedes acudir a nadie más que a ti mismo. Cuando surgen los problemas y las cosas se ponen feas, no tienes más remedio que pasar por ello y lograr salir por el otro lado.
Una vez visité un convento de monjas que acababa de recibir un discurso de un gran lama. Les había dicho que las mujeres son impuras y que tienen un cuerpo inferior; estaban muy deprimidas, su autoestima estaba por los suelos.
Me he prometido lograr la iluminación con la forma femenina…, independientemente del número de vidas que me hagan falta para conseguirlo.
Sí, pasaba mucho frío, pero ¿y qué? Cuando estás practicando no puedes pasarte el rato avivando el fuego. Además, si te concentras logras entrar en calor.
Cuando haces un retiro haces una promesa sobre el tiempo que va a durar y luego la cumples. Se considera que eso forma parte también de la práctica. Incluso si caes enfermo, prometes que no vas a salir y, si es necesario, debes prepararte para morir en el retiro. En realidad, morir en el retiro se considera un buen augurio”.
Cada día, durante todos los meses y años que duró su reclusión formal en la cueva, se metía en su caja de meditación y seguía la misma rutina repetitiva: se levantaba a las tres de la madrugada para la primera sesión de meditación de tres. horas; a las seis de la madrugada tomaba el desayuno (té y tsampa); a las ocho, de vuelta a la caja para la segunda sesión de tres horas de meditación; a las once de la mañana comía y se tomaba un descanso; a las tres de la tarde, otra vez a la caja de meditación para la tercera sesión de tres horas de meditación; a las seis de la tarde, té; a las siete la cuarta sesión de tres horas de meditación ya las diez de la noche a la “cama”, o sea ¡a la caja de meditación! En total doce horas de meditación al día, día sí día también durante semanas, meses, años.
Al final, ¿valió la pena? La respuesta llegó rauda como un rayo:
“No se trata de lo que ganas, sino de lo que pierdes. Es como pelar una cebolla. A medida que vas dándote cuenta de más y más cosas, te das cuenta de que no hay nada de lo que te das cuenta. Nuestra falsa ilusión más importante es esa idea de que tenemos que llegar a algún sitio y que tenemos que lograr algo. Además, la cuestión es que esa persona que pueda lograr algo no existe”.
“Noto una especie de libertad interior que no creo que tuviera al empezar, una paz y una claridad intensas.
Ahora me doy cuenta de que experimento un distanciamiento interior respecto de todo lo que sucede, ya sucede en el exterior como en el interior. A veces me siento como una casa vacía con todas las puertas y las ventanas abiertas de modo que el viento sopla de un lado a otro sin encontrar obstáculos. Aunque no siempre. A veces uno vuelve a bloquearse, pero por lo menos ahora sabe que está bloqueado. No se trata de un vacío frío, sino de una cálida espaciosidad”.
Muy inspirador... Gracias!
ResponderEliminar