Aquellos que creen fervientemente en la
Unidad y la no separación tienden a dividir más que a unificar, a separar más
que a integrar, a despegarse de lo que consideran inferior, menos evolucionado
o negativo.
La trascendencia sana integra aquello que ha
sido trascendido, mientras que la insana lo evita. Esta es una disociación
disfrazada de “sacralidad”.
La disociación, aunque se revista de
espiritualidad, ¡sigue siendo disociación! Podemos considerar una virtud el
hecho de ir más allá de lo personal por pensar, quizás, que lo estamos
trascendiendo cuando, de hecho, estamos deslizando en el terreno de la
despersonalización, otra forma de disociación o separación malsana.
¿Qué puede argüirse como lo contrario a la
disociación? La intimidad.
La evasión espiritual se caracteriza a menudo
por poner un insistente énfasis en no tomarse las cosas como algo personal.
Muchísimas cosas que pasan por ser un desapego sano distan mucho de lo sano;
por el contrario, reflejan un apego a estar desapegados, a mantener la
suficiente separación con lo que está ocurriendo para no tener que sentirlo
realmente. Esto lleva consigo una inmensa sombra de disociación, despersonalización
y desconexión.
Nuestro miedo a la intimidad puede espiritualizarse
de una forma bien nítida hasta transformarse en una idealización del desapego.
Libertad a través de la intimidad.
Cuando caemos en las garras de la evasión
espiritual, normalmente, tendemos a vivir a poca distancia de nuestro cuerpo.
No habitamos realmente nuestro cuerpo: la mayor parte del tiempo lo pasamos
únicamente en su cámara superior, la “sede central” que tenemos en la cabeza.
Es mucho más fácil distanciarnos mentalmente
o incluso disociarnos, especialmente si podemos enmarcar estas conductas en
algún tipo de práctica espiritual.
El cuerpo solo pide ser amado, vivido e
iluminado. Es necesario que pasemos de tener un cuerpo a serlo, y de ser un
cuerpo a Ser.
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